Comentario
En una costa de más de 5.000 kilómetros en la parte más occidental del océano indico se va a desarrollar una manera de vivir completamente diversa de la del interior del Continente africano, debido a su historia esencialmente marítima y sobre todo a la aparición de una serie de mercaderes procedentes de Persia, India y Arabia que monopolizarán el comercio de la zona y sobre todo marcarán su ritmo de vida. Los precursores de la zona fueron Escílax de Carianda, el marino de Darío de Persia que hacia el 520 a. de J.C. realizó la primera travesía del indico, y después Nearco, el capitán de Alejandro Magno, quien, en 327-326 a. de J.C. hizo viaje de ida y vuelta entre el Indo y el mar Rojo. A partir de entonces los viajes por dicha área serán numerosísimos y los productos básicos intercambiados serán el coral, los cuernos de rinoceronte, marfil, armas de hierro y toda una serie de productos locales que entraban así en la ruta comercial índica.
Esta situación no varió hasta las primeras conquistas musulmanas del siglo VII, que supusieron el inicio de un periodo de intenso trafico comercial, que desde las costas más orientales de Africa, pasando por el sur de Asia, llegaba hasta China.
Desde finales del siglo IX existían colonias musulmanas en las islas Manda, próximas a la costa septentrional de Kenia. En el siglo X el geógrafo árabe al-Masudi menciona el oro y el marfil africano exportado desde Sofala (actual costa de Mozambique) a la India y la China. En el siglo XIV (1331) el marroquí ibn-Battuta visitó la importante ciudad comercial de Kilwa, a la que describe como el lugar más hermoso que jamás hubo visitado.
A partir del siglo VI; numerosos poblados comerciales de esta costa fueron abandonando su religión tradicional frente el empuje del Islam, lo que supuso el asentamiento de colonias árabes y musulmanas que hicieron crecer los poblados y renovaron su arquitectura con la construcción de espectaculares edificios construidos con roca coralina del litoral. Las principales ciudades de esta costa, situadas de modo estratégico en la costa africana del Indico son: Mogadiscio, Malindi, Mombasa, Pemba, Zanzíbar, Kilwa, Mozambique y Sofala. Todas ellas gobernadas por la poderosa minoría de mercaderes árabes o persas, que formaban una verdadera oligarquía, que controlaba a los pequeños comerciantes hindúes, mientras los negros servían como esclavos, servidores y soldados. Las oligarquías musulmanas que controlaban cada una de dichas ciudades nunca intentaron islamizar las tribus del interior, ya que su único interés consistió en mantener su privilegiada situación a base de comerciar con dichas tribus los productos que producían más ganancias, como el oro, el marfil, el coral, las perlas y los esclavos.
El Cristianismo penetro en Nubia en el siglo V procedente de Egipto, produciéndose una lenta y gradual conversión de los habitantes de la zona, retardada en parte por las disputas y rivalidades internas de la Iglesia oriental, ya que el clero ortodoxo de Bizancio era mayoritariamente melquita, mientras que el ortodoxo de Egipto o copto siguió el monofisismo. Estas diferencias se hicieron patentes en los distintos reinos nubios, ya que mientras el de Nobatia, situado al Norte, con capital en Faras, fue convertido por el misionero monofisita Julián, y algo parecido sucedió con el de Alodia, situado al Sur; en medio de ambos, el Reino de Makuria, con capital en Dongola, abrazó el credo ortodoxo bizantino.
A partir de la conquista árabe de Egipto, los tres reinos nubios quedaron aisladas del resto del mundo cristiano, pasando al monofisismo y convirtiéndose en una extensión de la cultura copta. Los reinos cristianos nubios pudieron resistir el empuje del poder islámico de Egipto, entre otras cosas por su posición alejada de las centros de decisión de las diferentes dinastías que dominaron Egipto, y también al mantenimiento de las relaciones comerciales (Nubia poseía una próspera agricultura de regadío, ganadería y una cierta producción minera), pero sobre todo a la tolerancia inicial del Islam. Las siglos mas florecientes de esta cultura cristiana fueron del VII al XI, como lo demuestran las grandes iglesias y los frescos encontrados en Faras, capital del Reino de Nobatia, que actualmente pueden admirarse en el Museo Nacional de Varsovia.
En Abisinia, el Reino de Aksum desarrolló de las civilizaciones más prestigiosas del Africa nororiental, que después fue continuada por la de Etiopía. Los orígenes de ambas hay que buscarlos hacia el 400 a. de J.C., cuando la llegada de colonos procedentes del sudoeste de Arabia, mezclados con los habitantes agricultores y ganaderos de la zona, desarrolló una cultura urbana que conoció la escritura, y de la que se formó en el siglo I de nuestra era el Reino de Aksum, nombre que proviene de su capital, situada en el actual territorio etíope. Con un importante puerto comercial en Adulis, al sur de la actual Masaua, el Reino de Aksum se convirtió en la potencia dominante de la región, gracias a sus fuertes vínculos con Arabia y con sus vecinos africanos, lo que le permitió desarrollar un importante comercio con el noroeste de la India. Aksum monopolizó en cierta manera el comercio del marfil del valle del Alto Nilo. Entre los siglos III y VIII los reyes aksumitas acuñaron monedas de oro y bronce, gracias a las cuales conocemos 23 de ellos. Según la tradición el Cristianismo fue aceptado por el rey Ezana (320-350), que según parece se convirtió en el 340, aunque hoy en día se cree que la citada conversión no tuvo lugar hasta casi un siglo más tarde, en 425.
El rey Ezana nacionalizó la cultura de su Estado en beneficio de la herencia etíope, divulgando la escritura gheez, basada en la de los sabeos.
El Reino cristiano de Aksum jugo un papel muy importante como aliado de Bizancio, que le empujó a conquistar el Yemen y a amenazar La Meca, justo en el preciso momento en que los árabes ponían por vez primera sitio a Constantinopla. Pero el empuje islámico fue reduciendo a partir del siglo VIII su hegemonía comercial en el mar Rojo, obligando a los aksumitas a extenderse hacia el Sur por territorio etíope, y a ir consumiéndose lentamente a lo largo de casi tres siglos.